Cada rayo de sol que el
verano irradia, va irremediablemente asociado a algún recuerdo. Los del mes de
agosto no son distintos. Y, sin duda, siempre te reportan a un estado anterior,
a algo ya vivido. Lo sorprendente es cuando alguna otra situación te acaba
llevando a aquel punto de tu pasado, que creías olvidado, y que sin embargo
recuerdas con una sonrisa, ligeramente estúpida y a la vez tierna, dibujada en
la cara.
Algo así me sucedió
aquella noche primaveral. No fue ningún rayo de sol, ni tampoco de luna, sinó más
bien el reflejo de los neones discotequeros que enmarcaron un rostro que me
parecía familiar. Había cambiado mucho y, sin duda, se había embellecido con el
paso de los años. Un rostro de mujer donde antes se encontraba una niña,
sensualidad en el lugar de inocencia. Sin duda los cambios naturales que no
siempre son habituales.
Aunque algo seguía
intacto. La sonrisa. Los
labios eran más rojos, producto de la barra de labios y le daban ese plus de
sensualidad, pero el dibujo que mostraban al mundo seguía siendo el mismo. Una
pequeña ventana de naturalidad y buena sintonía, pues se pegaba a cualquiera
que la viera. Dentro ,
como si de un museo se tratara, en un blanco inmaculado lucían pequeñas
estatuas. Como diría Miguel Ángel, alguien había separado lo que sobraba de lo
imprescindible, dejando simplemente un talla que rozaba lo imposible.
La dulzura de los labios
engastaba con la sensualidad de la mirada. Una combinación ideal no siempre bien
lograda en un mismo rostro. Los ojos ligeramente rasgados, mostraban mil robles
en su interior, siendo parte de una mismo cromatismo con el cabello, largo,
liso…Inalcanzable.
Y así pasaron los días,
las noches, las lunas y los soles, contemplando desde la lejanía cuya mujer veía
sin más motivo que el de su contemplación. Válgame la redundancia, cualquier
otra aspiración eran menesteres de campeón que aún no conocía la tierra, si no
era la doncella la que le invitaba y le habría la puerta.
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