martes, 26 de marzo de 2013

No me pidas que no sueñe

El Sol se escondía detrás de la silueta de las montañas que se vislumbran a lo lejos. Hasta donde me alcanzaba la vista veía que aún quedaba algo de la nieve que el invierno había traído. Detrás, se iba oscureciendo el día para dar paso a la luz artificial, amarillenta de las lámparas de vapor de sodio. Ese color teñía toda la ciudad de un tono añejo, parecido a las fotos de color sepia, envejecidas en la caja de azúcar, de metal, donde la abuela las conservaba. 

Desde el cielo, unas pequeñas gotas de agua mancharon los cristales de las gafas de pasta, recién estrenadas, que llevaba. Además, la sensación de humedad en el ambiente provocaba un frío que calaba en los huesos. Una sensación de aquellas que, por más chaquetas que uses, siempre te acaba penetrando hasta las entrañas, haciendo inservible cualquiera que sea la prenda de abrigo.

La lluvia le pilló caminando, lejos de todos los sitios a los que se podía dirigir. Sin embargo, sí encontró refugio en un pequeño portal de un edificio nuevo. Probablemente había sido construido durante los años del boom inmobiliario. O tal vez era una reforma, prácticamente total, de una vieja casa. Tampoco importaba demasiado. Miró su reloj con cierto aire nervioso. La lluvia no arreciaba y él tenía una cita a la que no podía faltar. Empezó a correr bajo el manto de agua hasta que se resbaló y cayó dentro de un charco. Maldijo su suerte pues se le ensució la camisa blanca impoluta que llevaba y se le rompieron los vaqueros.

Aún así, prosiguió su marcha imparable. Llegó a la puerta del bar con el pelo mojado, la ropa sucia y la moral por los suelos. Sin embargo, la persona que le recibió le abrazó sin importarle si se mojaría o se mancharía. Para no ser menos que él, se puso a saltar encima de un charco para quedar, como mínimo igual de empapada. 

Después, le cogió de la mano y ambos salieron caminando por la calle, bajo la lluvia y sin más paraguas que la ropa que les cubría. Nada importaba, estaban juntos. Caminaron largas horas por entre las paredes de callejones estrechos y poco iluminados. También lo hicieron por anchas calles teñidas de un naranja empobrecido. Cosas de la tecnología esto que más tarde de las doce, como las brujas, baje la intensidad de la luz. Y llegaron las puertas de su casa. Aquella que compartían juntos. Se besaron como dos enamorados que se acababan de conocer y subieron. Pese a todo, llevaban media vida juntos...

... Sonó el despertador y su casa estaba vacía. Sin embargo, tras una vida de soledad escogida, se sentía feliz. Sus amigos siempre le decían "deja de soñar". Él siempre respondía "No me pidas que no sueñe, pídeme que no me despierte de mi sueño". 

Porqué al fin y al cabo los sueños no pueden tocarse, ni abrazarse, ni tan siquiera sentirse más allá de los momentos de letargo. Sin embargo, él sabía perfectamente, porqué lo había experimentado, que la suerte de llegar a vivir un sueño era una sensación para la cual no se habían inventado palabras para describirla. 

Tenía claro que disfrutaría el resto de sus días con un recuerdo perfecto, dando las gracias por haber vivido algo con el que otros siempre soñarían. Eso no le daba derecho a quejarse. Había escogido: un sueño corto pero intenso ante una vida pintada de grises. Daba las gracias, porqué pese a todo, sabía que era un privilegiado y que nunca, NUNCA, dejaría de soñar.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Dolce far niente



Cuenta la leyenda que, si un día te pierdes en el desierto, la vida te ayudará a salir. Siempre y cuando tu causa por haber entrado en un sitio que daría pánico al mismo Lucifer sea para un fin mayor. La enigmática belleza de aquella arena blanquecina, amontonada en gigantescas dunas, esconde enigmas en cada uno de sus pequeños granos. Millares de millones en cada metro reflejan a cual espejo más brillante la luz del Astro Rey que no perdona con ninguna sombra y con una doble exposición a los valientes que se aventuran a cruzarlo.

Él sabía lo que se jugaba en el momento que decidió emprender su rumbo. Los peligros le fueron sobradamente relatados y no dudo ni un solo instante. Su fin, que podía parecer egoísta, en realidad era una oda a la humanidad. Entró en el desierto como una prueba de vida, pues había perdido el rumbo como un galeón huérfano de brújula en mitad de una tormenta en el océano Atlántico. De fracasar en el intento de reencontrarse solo perdería su vida que, para el resto del mundo, ya no valía nada. De triunfar en su empresa, volvería a ser aquella persona que un día fue.

Los días iban pasando y él seguía inquebrantable en su voluntad de cruzar el inmenso desierto. Sin embargo, sus fuerzas empezaron a flaquear cuando las necesidades básicas de todo ser humano (comer y beber) empezaron a menguar. Su fuerza le impedía las mismas jornadas maratonianas que había hecho anteriormente y cada vez con más frecuencia caía rendido y colgado de arena. Los labios se le secaron y prácticamente se le quedaban pegados de la sequía que sufría su gaznate. Sus ojos se hundían en un rostro cada vez más marcado a los huesos de la cara y su piel no estaba morena, sino quemada.

Cayó al suelo cuando el termómetro superaba los cincuenta grados y la boca se le llenó de arena. Aún así, siguió arrastrándose hasta que sus fuerzas dijeron basta. Apenas había avanzado una veintena de metros por la arena, como una culebra, cuando su sentido se marchó de su cuerpo, sin saber si sería capaz de volver.

Pero el desierto respeta a sus víctimas. Y cuando la causa es noble, como volver a ser uno mismo para hacer el bien, el efecto aparece. Delirando y casi sin vida unas manos le giraron, le cubrieron el sol y le mojaron el rostro con agua fresca. Aún sin poder observar quien le estaba insuflando aquellas pequeñas dosis de vida, él volvió a caer rendido, pero esta vez en un sueño.

Cuando se despertó tuvo la sensación que el mundo se había parado. O dudo en saber si estaba muerto. Se encontraba en un Oasis lleno de palmeras con dátiles, agua fresca y en definitiva, recursos suficientes como 
para quedarse allí a vivir.

 De entre las aguas y con un inmaculado vestido blanco emergió quien le había llevado allí. Una viajera que bien podía tener tintes de princesa. A diferencia de él, su piel no estaba quemada si no que mezclaba con auténtica maestría el dorado con el canela, salpicado por toques del bronce mejor pulido cruzado con el ébano más puro. Su silueta no es que fuera perfecta, pero no recordaba haber visto un dibujo mejor en todos sus años de historia del arte. La sonrisa que se le dibujaba con extrema facilidad dejaba entrever, como decía Azorín, unos azahares que hubieran hecho empalidecer al mejor joyera de cualquier corte. 

Finalmente, las líneas de su rostro dibujaban un prisma de fortaleza a aquella persona sin restarle un ápice de belleza. Sus ojos, perfectamente alineados, dibujaban la forma de las mejores almendras del paraíso. En el interior, engastados a la perfección, había un rara avis. Dos diamantes negros, de incalculable valor y de imposible hallazgo, eran el broche enigmático a una belleza desconocida hasta la fecha. Su cabello, negro azabache, le bajaba hasta más allá de los hombros.

Tras una larga y reconfortante conversación, ella simplemente le ofreció quedarse. Él dudó mucho a la hora de aceptar la oferta. Tras un momento tremendamente dubitativo, eligió marcharse. Ella, prácticamente levitando, le dio las gracias pues esa era la opción correcta. Le dijo que, de haber elegido la comodidad, el desierto se lo hubiera llevado pues tan solo ayudaba a quienes servían un fin que iba más allá de ellos mismos. Le dijo, “recuerda siempre que la vida es mucho más que respirar. Parar, observar y disfrutar, en definitiva vivir. Dolce Far Niente”. Él se arrodilló para darle las gracias y acto seguido emprendió el camino que ella le había indicado y pocas horas después salió del desierto. Jamás olvidó la lección de vida aprendida en el desierto y aprendió que cuando vives por vivir el corazón se cansa de latir .

jueves, 7 de marzo de 2013

Iguales


Cuenta la leyenda que cuando se creó el mundo, y Dios decidió dotarlo de seres humanos creó primero al hombre. Lo hizo a su imagen y semejanza. Pero, no conforme con el resultado, del costado cerca del corazón, le quitó una costilla. Con esa base creo y mejoró lo anterior. Lo hizo mandando un mensaje muy claro: Desde el costado, para mirar de frente, porqué ambos debían de ser iguales pese a todas sus múltiples diferencias. Y de corazón porqué debían amarse y respetarse.

La salida del paraíso, el paso de los siglos y el amanecer de los tiempos nos llevó en un momento crucial. En la cima de los mundos llegó el momento de un relevo, un cambio capaz de adaptarse al nuevo mundo. Había tan solo dos candidatos a ocupar el lugar del ser supremo, un hombre y una mujer.Ambos opositaban a las mil y una pruebas que el destino les tenía preparadas.

Hasta que llegó el momento final, con la máxima igualdad. En ese momento, el mismo Dios que les había dotado de talento, intelecto y raciocinio les exigió que hiciera uso de él al plantearles un enigma. El problema era extremadamente complicado y requirió que cada uno de ellos hiciera uso de toda la experiencia de vida: desde matemáticas hasta la alquimia, desde la geografía a la más pura de las literaturas.

Pasaron semanas y ninguno de los dos fue capaz de hallar una respuesta al enigma de Dios. En ese mismo momento, el Ser Supremo, siendo incapaz de dar un veredicto les dijo a ambos que debían ser ellos quienes les dieran la respuesta al mejor para ocupar ese lugar. En ese momento, los fieles de ambos contendientes entraron en escena exigiendo que fuera su candidato el escogido.

Mientras tanto, atónitos y ajenos a todo, ella y él observaban atentamente los comportamientos. Ella tomó la palabra y dijo que, con tal de evitar la guerra, cedía su puesto. Este gesto de extrema generosidad dejó perplejo al mismísimo Dios. Fue en ese momento en que tuvo claro que Ella debía relevarlo  Además, de ambos fue la que más se acerco a la resolución del problema. Los partidarios del hombre levantaron en armas y quisieron que se cambiara la decisión.

Sin embargo, espada en mano, su líder se postró delante de la elegida, dobló la rodilla y reconoció su derrota. Dio un paso al frente y se plantó ante sus fieles anunciando que estaba al servicio de la escogida. Uno de sus partidarios no dudó y lanzó al aire “Pero si es una mujer” a lo que él contestó: “Es la mejor”.

La igualdad de oportunidades pasa por saber ver y reconocer a los mejores, más allá de lo que se ve. Al fin y al cabo, lo mejor de cada uno está en lo que no se muestra. En los pequeños tesoros que desconocemos y hacemos aflorar de manera inesperada como los protagonistas de esta historia.