lunes, 20 de enero de 2014

Entre valores y progreso

Era una de aquellas tardes del verano permanente que se vive en la franja ecuatorial. Yo yacía en el suelo con mi último aliento aún dentro, sintiendo como la lluvia, tan impredecible como habitual, caía sobre mi. Y, mientras los nubarrones cubrían el cielo, me acordé de los motivos que me habían llevado a estar tumbado sobre la hierba, atravesado por el progreso que yo había defendido no hacía demasiadas lunas.

Todo empezó con el primer viaje en busca de las Indias y que acabó en este nuevo continente. Yo era uno de los tripulantes de aquellas tres carabelas. Fui de los que decidí quedarme y descubrir aquellas nuevas tierras que había más allá de las islas bañadas por lo que ustedes conocen ahora como el mar del Caribe. Me adentré y me topé con una cultura milenaria. Los Mayas. Como decía, cultura ancestral adoradora de la naturaleza cuyos valores no estaban pervertidos por el mal llamado "progreso".

Su parajes eran aún vírgenes, construcciones hechas sin tecnología que los europeos, los "avanzados europeos", éramos incapaces de saber como se habían hecho. Un auténtico pozo de sabiduría que se había detenido en el tiempo, simplemente porqué el progreso (el nuestro, el europeo) no era imprescindible para la vida, para ser felices y sí la convivencia con la madre naturaleza. No en vano, en el centro de su universo se hallaba la figura de un árbol, capaz de conectar el cielo y la tierra con su altura y sus raíces. Lo que en la Vieja Europa nunca hubiera concebido, en el Nuevo Mundo lo hice mío. No por la fuerza, si no por auténtico y puro mimetismo.

Para los nuevos Europeos que llegaban con cada viaje, los que ya estábamos éramos embajadores y los primeros conquistadores. Nunca soporté ese término. Además, a medida que iba adentrándome en dicha cultura, mis lazos afectivos con mi pasado se rompían y mi corazón estaba más cerca de esa nueva vida que conocía. Admito que mi admiración no fue únicamente cultural. Allí descubrí cosas que ni tan siquiera sabía que existían. Una belleza indómita, natural y hechizante. Fue al mirar aquellos ojos negros, que sentí que nunca más iba a marcharme de mi casa. Sí, mi casa.

Es por eso que hoy estoy en el suelo. Porqué los que antaño fueron mis compatriotas decidieron obedecer a la codicia y destruir todas estas civilizaciones en pro de arrebatarles sus tesoros. Matar a golpes de cruz en pro de una religión que ni tan siquiera ellos hacen suya por más que hablen. Y en definitiva porqué los llegados de la Vieja Europa enterraron sus valores por un puñado de oro y prefirieron destruir y ahogar a quienes les brindaron su casa, su convivencia y sus recursos.

No podía luchar en ese bando. Por más que las máquinas de guerra nos pasaran por encima. Por más que mis antiguos compatriotas nos masacraran. Si debía morir lo haría aquí y ahora. Luchando por el Nuevo Mundo que era como uno siempre había soñado. En convivencia con todo y a favor de, nunca en contra. Y por eso a los que vinieron a destruirlo les maldigo.

En los pocos días que tuvimos para prepararnos enseñé cuatro trucos a mis nuevos amigos. Insuficientes para ganar, cierto, pero sí para morir con dignidad. Sabíamos que estábamos perdidos. No éramos tan "avanzados" porqué tan solo contábamos con mi arma de pólvora. Y como digo, seríamos masacrados por el mal llamado progreso, que visto desde el suelo y con la lluvia mojándome no puedo ponerle otro nombre que atraso. Atraso de civilización pues prefiere la muerte y la destrucción, ama la codicia y la avaricia rechazando a quienes les enseñaron sus secretos y brindaron su ayuda.

El primer disparo impactó en mi pecho. Fui el primero en caer. Mientras mis amigos me sacaban arrastrando sabía que ya no habría mañana. Detrás de la guardia, me esperaba ella. Me miró a los ojos y agradezco a Dios que aquellos diamantes negros fueran mi última visión. Se acercó y me abrazó, su larga y lisa melena negra cubrió parte de mi rostro y de mi maltrecha armadura. Cuando se separó, al mismo ritmo que nos separábamos expiré y conmigo se perdió parte de la cordura de aquellos exploradores que soñaban con convivir en un Nuevo Mundo. En su lugar llegaron conquistadores, cuyos herederos, siglos más tarde, fueron expulsados de la misma manera en que ellos habían maltratado a los habitantes autóctonos.

Hoy, mañana y siempre solo puedes convivir con quien acepta que seas su igual. Si quiere tenerte bajo su yugo, su asfixia y su control a eso no se le llama convivir. Destruyeron una cultura, pero nunca el recuerdo y la fuerza de lo que fue y que perdura con el paso de los siglos.


miércoles, 15 de enero de 2014

Llegado el momento

Sentía que no podía mirar atrás. Su decisión estaba tomada y a cada paso de su brioso corcel estaba convencido de haber hecho lo correcto. El trote rápidamente dio paso al galope y el bosque que debía cruzar acabó por convertirse en un seguido de imágenes, sin demasiado sentido, pues su cuerpo se adaptaba al de su caballo buscando la posición para que la velocidad fuera extrema. Lo logró.

Mientras avanzaba en busca de la torre más alta ni le importó a cuantos tuvo que dejar al borde del camino. Su único objetivo era llegar, sin importar el precio que pagara. Su brazo no estaba plenamente recuperado, pero su astucia superaba la de sus rivales. Si bien es cierto que su armadura, un arapo de cuero, apenas le protegía, no es menos veraz que le daba una facilidad de movimientos que los maceros conquistadores no tenían. Él, su espada y su caballo cruzaban líneas infectadas de infelices que combatían por dinero, con la misma facilidad que un pájaro surca el cielo. Su cometido era más, mucho más que una bolsa llena de plata.

Sabía que el tramo final, hasta llegar al castillo, sería el más difícil. La guardia pretoriano del tirano era la que estaba en el último nivel. Sin embargo, seguía existiendo una diferencia abismal entre él y sus rivales. Unos luchaban por dinero, solo por dinero, y él lo hacía en honor a lo que sentía, más allá de arcaicos juramentos. Luchaba en pro de la libertad y en beneficio de la justicia. Y era precisamente eso, libertado y justicia, la fuerza secreta de unos puños jóvenes que apartaban maceros como quien corta flores del jardín.

Su inseparable media loba seguía a su lado. Mordiendo a cualesquiera que fueran los arqueros que le querían derribar. Desde la sombra, aparecía siempre para salvarle la vida cuantas veces fuera necesario. Una mezcla de destreza e ingenio le llevaron hasta las puertas del castillo. Allí, su capa negra y larga cubrió su cuerpo dándole un aire de majestuosidad que no se había presenciado hasta el momento. Erguido, al lado de su caballo, ahora sí parecía por fin el caballero que se esperaba que fuera.

Una puerta, las escaleras y un tirano eran lo que separaban al caballero de la princesa. Llegó el momento de olvidar el miedo, pues te paralizar, de abrir bien los ojos, pero no los dos de la cara si no los sentidos ya que de trampas estaría el camino lleno. Y especialmente de avanzar, pues luchando con libertad y justicia nada, absolutamente nada podía salir mal.