Cuenta la leyenda que, si un día te pierdes en el
desierto, la vida te ayudará a salir. Siempre y cuando tu causa por haber
entrado en un sitio que daría pánico al mismo Lucifer sea para un fin mayor. La
enigmática belleza de aquella arena blanquecina, amontonada en gigantescas
dunas, esconde enigmas en cada uno de sus pequeños granos. Millares de millones
en cada metro reflejan a cual espejo más brillante la luz del Astro Rey que no
perdona con ninguna sombra y con una doble exposición a los valientes que se
aventuran a cruzarlo.
Él sabía lo que se jugaba en el momento que decidió
emprender su rumbo. Los peligros le fueron sobradamente relatados y no dudo ni
un solo instante. Su fin, que podía parecer egoísta, en realidad era una oda a
la humanidad. Entró en el desierto como una prueba de vida, pues había perdido
el rumbo como un galeón huérfano de brújula en mitad de una tormenta en el
océano Atlántico. De fracasar en el intento de reencontrarse solo perdería su
vida que, para el resto del mundo, ya no valía nada. De triunfar en su empresa,
volvería a ser aquella persona que un día fue.
Los días iban pasando y él seguía inquebrantable en
su voluntad de cruzar el inmenso desierto. Sin embargo, sus fuerzas empezaron a
flaquear cuando las necesidades básicas de todo ser humano (comer y beber)
empezaron a menguar. Su fuerza le impedía las mismas jornadas maratonianas que
había hecho anteriormente y cada vez con más frecuencia caía rendido y colgado
de arena. Los labios se le secaron y prácticamente se le quedaban pegados de la
sequía que sufría su gaznate. Sus ojos se hundían en un rostro cada vez más
marcado a los huesos de la cara y su piel no estaba morena, sino quemada.
Cayó al suelo cuando el termómetro superaba los
cincuenta grados y la boca se le llenó de arena. Aún así, siguió arrastrándose
hasta que sus fuerzas dijeron basta. Apenas había avanzado una veintena de
metros por la arena, como una culebra, cuando su sentido se marchó de su
cuerpo, sin saber si sería capaz de volver.
Pero el desierto respeta a sus víctimas. Y cuando la
causa es noble, como volver a ser uno mismo para hacer el bien, el efecto
aparece. Delirando y casi sin vida unas manos le giraron, le cubrieron el sol y
le mojaron el rostro con agua fresca. Aún sin poder observar quien le estaba
insuflando aquellas pequeñas dosis de vida, él volvió a caer rendido, pero esta
vez en un sueño.
Cuando se despertó tuvo la sensación que el mundo se
había parado. O dudo en saber si estaba muerto. Se encontraba en un Oasis lleno
de palmeras con dátiles, agua fresca y en definitiva, recursos suficientes como
para quedarse allí a vivir.
De entre las
aguas y con un inmaculado vestido blanco emergió quien le había llevado allí.
Una viajera que bien podía tener tintes de princesa. A diferencia de él, su
piel no estaba quemada si no que mezclaba con auténtica maestría el dorado con
el canela, salpicado por toques del bronce mejor pulido cruzado con el ébano
más puro. Su silueta no es que fuera perfecta, pero no recordaba haber visto un
dibujo mejor en todos sus años de historia del arte. La sonrisa que se le
dibujaba con extrema facilidad dejaba entrever, como decía Azorín, unos azahares
que hubieran hecho empalidecer al mejor joyera de cualquier corte.
Finalmente,
las líneas de su rostro dibujaban un prisma de fortaleza a aquella persona sin
restarle un ápice de belleza. Sus ojos, perfectamente alineados, dibujaban la
forma de las mejores almendras del paraíso. En el interior, engastados a la
perfección, había un rara avis. Dos
diamantes negros, de incalculable valor y de imposible hallazgo, eran el broche
enigmático a una belleza desconocida hasta la fecha. Su cabello, negro azabache,
le bajaba hasta más allá de los hombros.
Tras una larga y reconfortante conversación, ella
simplemente le ofreció quedarse. Él dudó mucho a la hora de aceptar la oferta.
Tras un momento tremendamente dubitativo, eligió marcharse. Ella, prácticamente
levitando, le dio las gracias pues esa era la opción correcta. Le dijo que, de
haber elegido la comodidad, el desierto se lo hubiera llevado pues tan solo
ayudaba a quienes servían un fin que iba más allá de ellos mismos. Le dijo, “recuerda
siempre que la vida es mucho más que respirar. Parar, observar y disfrutar, en
definitiva vivir. Dolce Far Niente”. Él se arrodilló para darle las gracias y
acto seguido emprendió el camino que ella le había indicado y pocas horas
después salió del desierto. Jamás olvidó la lección de vida aprendida en el desierto y aprendió
que cuando vives por vivir el corazón se cansa de latir .
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