miércoles, 20 de marzo de 2013

Dolce far niente



Cuenta la leyenda que, si un día te pierdes en el desierto, la vida te ayudará a salir. Siempre y cuando tu causa por haber entrado en un sitio que daría pánico al mismo Lucifer sea para un fin mayor. La enigmática belleza de aquella arena blanquecina, amontonada en gigantescas dunas, esconde enigmas en cada uno de sus pequeños granos. Millares de millones en cada metro reflejan a cual espejo más brillante la luz del Astro Rey que no perdona con ninguna sombra y con una doble exposición a los valientes que se aventuran a cruzarlo.

Él sabía lo que se jugaba en el momento que decidió emprender su rumbo. Los peligros le fueron sobradamente relatados y no dudo ni un solo instante. Su fin, que podía parecer egoísta, en realidad era una oda a la humanidad. Entró en el desierto como una prueba de vida, pues había perdido el rumbo como un galeón huérfano de brújula en mitad de una tormenta en el océano Atlántico. De fracasar en el intento de reencontrarse solo perdería su vida que, para el resto del mundo, ya no valía nada. De triunfar en su empresa, volvería a ser aquella persona que un día fue.

Los días iban pasando y él seguía inquebrantable en su voluntad de cruzar el inmenso desierto. Sin embargo, sus fuerzas empezaron a flaquear cuando las necesidades básicas de todo ser humano (comer y beber) empezaron a menguar. Su fuerza le impedía las mismas jornadas maratonianas que había hecho anteriormente y cada vez con más frecuencia caía rendido y colgado de arena. Los labios se le secaron y prácticamente se le quedaban pegados de la sequía que sufría su gaznate. Sus ojos se hundían en un rostro cada vez más marcado a los huesos de la cara y su piel no estaba morena, sino quemada.

Cayó al suelo cuando el termómetro superaba los cincuenta grados y la boca se le llenó de arena. Aún así, siguió arrastrándose hasta que sus fuerzas dijeron basta. Apenas había avanzado una veintena de metros por la arena, como una culebra, cuando su sentido se marchó de su cuerpo, sin saber si sería capaz de volver.

Pero el desierto respeta a sus víctimas. Y cuando la causa es noble, como volver a ser uno mismo para hacer el bien, el efecto aparece. Delirando y casi sin vida unas manos le giraron, le cubrieron el sol y le mojaron el rostro con agua fresca. Aún sin poder observar quien le estaba insuflando aquellas pequeñas dosis de vida, él volvió a caer rendido, pero esta vez en un sueño.

Cuando se despertó tuvo la sensación que el mundo se había parado. O dudo en saber si estaba muerto. Se encontraba en un Oasis lleno de palmeras con dátiles, agua fresca y en definitiva, recursos suficientes como 
para quedarse allí a vivir.

 De entre las aguas y con un inmaculado vestido blanco emergió quien le había llevado allí. Una viajera que bien podía tener tintes de princesa. A diferencia de él, su piel no estaba quemada si no que mezclaba con auténtica maestría el dorado con el canela, salpicado por toques del bronce mejor pulido cruzado con el ébano más puro. Su silueta no es que fuera perfecta, pero no recordaba haber visto un dibujo mejor en todos sus años de historia del arte. La sonrisa que se le dibujaba con extrema facilidad dejaba entrever, como decía Azorín, unos azahares que hubieran hecho empalidecer al mejor joyera de cualquier corte. 

Finalmente, las líneas de su rostro dibujaban un prisma de fortaleza a aquella persona sin restarle un ápice de belleza. Sus ojos, perfectamente alineados, dibujaban la forma de las mejores almendras del paraíso. En el interior, engastados a la perfección, había un rara avis. Dos diamantes negros, de incalculable valor y de imposible hallazgo, eran el broche enigmático a una belleza desconocida hasta la fecha. Su cabello, negro azabache, le bajaba hasta más allá de los hombros.

Tras una larga y reconfortante conversación, ella simplemente le ofreció quedarse. Él dudó mucho a la hora de aceptar la oferta. Tras un momento tremendamente dubitativo, eligió marcharse. Ella, prácticamente levitando, le dio las gracias pues esa era la opción correcta. Le dijo que, de haber elegido la comodidad, el desierto se lo hubiera llevado pues tan solo ayudaba a quienes servían un fin que iba más allá de ellos mismos. Le dijo, “recuerda siempre que la vida es mucho más que respirar. Parar, observar y disfrutar, en definitiva vivir. Dolce Far Niente”. Él se arrodilló para darle las gracias y acto seguido emprendió el camino que ella le había indicado y pocas horas después salió del desierto. Jamás olvidó la lección de vida aprendida en el desierto y aprendió que cuando vives por vivir el corazón se cansa de latir .

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