miércoles, 5 de octubre de 2011

La aristócrata

El paso de los años había hecho mella en su físico: había perdido agilidad, velocidad, reflejos... La vejez se había hecho evidente en aquella mujer que siempre aspiró a vivir en una eterna juventud de fiestas nocturnas y sueños soleados. Aún así, conservaba aquellos andares de antaño tan lascivos y ofensivos como elegantes. El crepúsculo de los días no le había restado ni un ápice de aquella autoridad venida de cuna y perdida en vida. Seguía siendo aristócrata a pesar de que esa palabra fuera ya un simple difuminado de aquella categoría casi celestial que había sido.

Sin embargo, aquella categoría heredada de varias generaciones no dejaba de hacerse notar. Los cabellos, pese a haber abandonado sus tonos dorados y descender hasta la más modesta plata, nunca perdían la compostura por más complicado que fuera el momento, el temblor o la fatiga de quien los lucía. En donde antes se encontraba siempre un caballero erguido y atento, hoy tan solo había un bastón decorado con un baño de oro de mercado que apenas servía para guardar las apariencias de quien había bañado su cuerpo con los mejores elixires que cualquier ser humano podía destilar.

Aquel rostro, con pocos pliegues, escondía gran parte de la edad que procesaba. Pero cierta degradación del paso del tiempo, ni tan siquiera las manos del mejor artista dibujando una nueva identidad con el bisturí podía esconder. Lo que habían sido vestidos de los mejores diseñadores, hoy vivían como clásicas reliquias sin posibilidad de ser modernizadas.

El silencio era lo único que cantaba en una vieja mansión, con tonos más añejos que señoriales, cuando los mejores músicos de cámara habían deleitado allí con las piezas de los grandes clásicos. Los niños habían crecido y sus juegos se habían convertido en empresas; el tiempo en oro y ella en solo un recuerdo de la infancia que nunca les presto la atención que reclamaban para entregar su vida a señores de moral distraída, días cortos y noches eternas.

Su mirada se perdía entre los salones, con más polvo que otra cosa, mientras sus ojos con menos vista de la que le gustaría se encristalaban. El azul intenso que brotaba por encima del blanco y el negro se apagaba por momentos, denotando la soledad de una persona que eligió una vida de presente bañada en vino y rosas y que ahora sucumbía ante la presión de un pasado decadente más las visiones de un futuro bañado entre pobreza y soledad. Un porvenir en el que su condición de aristócrata no era más que el recuerdo de un cuento para niños explicado una noche cualquiera, en cualquier lugar en el que alguien todavía envidiaba esa posición basada en el recuerdo de glorias de tiempos pasados, ya extinguidos.

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