sábado, 24 de agosto de 2013

El vestido azul que un día te pusiste

Era una de aquellas tardes en que me balanceaba en mi silla favorita. Lo hacía mientras estaba en tránsito, medio despierto medio dormido. Eso me pasaba debido a una avanzada edad, que me había permitido ver prácticamente nueve décadas. En estos momentos, me era más fácil recordar según que momentos de mi juventud que lo que había comido en el medio día durante el almuerzo. Gajes del oficio.

El episodio que me dio por recordar, entre siesta y siesta, se remontaba a mi juventud, cuando aún no contaba los 30 veranos y coqueteaba con los sueños de un joven que aún quería comerse el mundo a bocados y no morir en el intento. Y en una de esas situaciones que no sabes exactamente como se dan me encontraba en una sala de fiesta, de esas que siempre tienen un encanto especial.

Entre amigos, invitados, conocidos y saludados pasó una noche más, de aquellas que en un principio no tienen nada especial para ser recordadas. O eso creía recordar ahora. Sin embargo, como era algo habitual el champagne corrió entre nosotros como si oro líquido fuera. 

Ya, descorchando la última botella, pasó algo que cambió el título de la noche. Una aparición de aquellas que no esperas y que sin embargo nunca olvidas, ni ahora, en plena vejez. Una presencia interrumpió aquella pequeña reunión de amigos y lo hizo sin querer, únicamente estando ahí. Recuerdo perfectamente la sensación de mi mandíbula desencajándose en ver el reflejo de la tenue luz de la sala en aquel vestido azul. 

Tras recoger mi maxilar inferior y volverlo a encajar con el resto del cuerpo, pude volver a levantar la cabeza y ver que era lo que acompañaba a dicha silueta. Pasó por delante y puede clavar, por unos segundos, mis ojos en los suyos. Grandes y misteriosos, como el desierto te invitaban a entrar en ellos a sabiendas que el camino de regreso era poco más que una utopía. Una gran sonrisa acompañada de un susurro que bien podía ser el viento surcando las dunas del Sahara eran el complemento perfecto de aquel vestido azul.

Acabó de cruzar la sala y se perdió en el fondo, en la oscuridad, más allá de donde llega la visión de un hombre cuyo único súper poder era tenderse en pie tras la mezcla explosiva de oro líquido y misterios del desierto... 

Y, des de aquel día, sin ser excesivamente fan de La Oreja de Van Gogh, periódicamente resuena una canción suya... "con el vestido azul, que un día te pusiste..." Pasaron más de 60 años y todavía recuerdo aquel paso como si fuera una secuencia fotográfica. Vestido azul, mirada, sonrisa y susurro... Y un paso detrás de otro mientras la música no dejaba de sonar para aquella misteriosa presencia que dejó su sello para siempre en la que era una noche cualquiera.

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