viernes, 4 de noviembre de 2011

El agua de la vida

Una oscuridad nada diurna se cerraba sobre nuestras cabezas. Las nubes oscuras, de un color grisáceo casi negro, prácticamente no dejaban luz sobre la tierra que cubrían. El redoble de los truenos, cada vez más fuertes y próximos; con ecos más prolongados mostraba la cercanía de la tormenta. Como el avance marcial de un ejército de miles de hombres, los estruendos eran la fase previa a los cañones, que esta vez no iban cargados de balas o de bombas y si de rayos acompañados de agua, agua de la vida, tan necesaria en plena sequía.

Unas primeras y grandes gotas de agua fueron el preludio. Como la apertura de una larga sinfonía interpretada tras los tambores y trompetas de la marca militar más impresionante que la naturaleza articula. A aquellas primeras bombas de agua que el cielo dejó caer sobre nuestro, las siguieron un rápido martilleo de ligeras líneas, estiradas por la velocidad con la que descendían. Agua, finalmente. Llamada, esperada y deseada a partes iguales así como odiada y maldecida en su exceso.

Todo evocaba a una rápida salida del terreno abierto, sin embargo, el frescor de aquella agua de la vida nos hizo permanecer inmóviles, observando el cielo y dejándonos embriagar por aquel olor a tierra mojada, a hierba húmeda y como digo aquel olor a vida. El hechizo al que fuimos sometidos nos tuvo largos instantes bajo el foco máximo de tal bombardeo celestial, más en lugar de segar vidas las sumaba.

En casa, con el fuego delante y escuchando llover desde la ventana, reflexionamos pensando que necesarios son dos cosas tan dispares como el agua y el fuego. Dos elementos tan contradictorios y sin embargo básicos para la vida que nos hemos construido. Escuchar el chasquido de la leña quemada y el repique de la lluvia contra la ventana nos hizo sentir vivos, parte del mundo que estábamos contribuyendo a destruir y en definitiva darnos cuenta que por mucho que avancemos, el agua siempre será nuestra fuente de vida.

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