miércoles, 11 de mayo de 2011

Liderazgo

Siempre se suele hablar de la importancia de la fuerza de los colectivos. Que grandes masas de personas sean capaces de movilizarse para lograr grandes cosas. Es indudable que la fuerza de las masas, a lo largo de la historia de la humanidad, y desde la consecución social de los mecanismos de comunicación de masas se han convertido en ejes de cualquier vertebración histórica, más allá del color de la misma.

Sin embargo, en todo gran colectivo siempre hay quien se erige como líder. En gran mediada, la capacidad de tal persona, o tal grupo reducido acaba siendo capital en la consecución de los objetivos finales del colectivo. La fuerza, empaque, decisión y firmeza de unos pocos para llevar al éxito final a un todo. O más fácilmente dicho, el liderazgo.

Un líder siempre debe mirar al frente, pues en el horizonte de la convergencia de tierra, cielo y océano es donde se encuentra el límite de lo que él, para su grupo, puede hacer. Y debe mirar ahí pues esa convergencia le recordará para siempre que, para alcanzar el cielo, uno no debe nunca olvidar que tiene los pies en el suelo o corre el riesgo de ahogarse en un mar de poder.

Aunque muchas veces, los propios líderes, acaban confundiendo sus funciones, pues el liderazgo ya sea logrado con trabajo o elevado por popularidad, les acaba llevando a creerse con fuerzas y derechos a todo. Cuando el líder empieza a hacer converger los intereses personales por encima de los grupales es cuando lo básico en él, el colectivo que tiene la obligación de guiar, acaba siendo secundario. Empieza el principio de su fin. La Historia está llena de casos de grandes líderes cegados de poder, cuyo trágico final es directamente proporcional a su vanagloriosa llegada a la poltrona.

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