lunes, 20 de mayo de 2013

La Princesa Guerrera


La guerra había llegado a su punto culminante. El general, el único que quedaba, se hallaba huérfano de auténticos líderes y falto de fuerza para lograr motivar las tropas. Unos batallones mermados y cansados de meses de una lucha sin fin.

Por la noche, preludio de la que debía ser la última batalla, el general se marchó. Se alejó unos metros del campamento de los soldados y se refugió en la oscuridad nocturna, tan solo quebrada por una luna llena gigante y blanca. Ésta, se reflejaba encima del lago que les servía para obtener agua potable en tantos meses de sufrimiento.

Ante tal bella estampa, el general se quedó paralizado. Ya ni recordaba los días que hacía que no podía presenciar algo que no fuera horror y dolor. No obstante, adorador de la noche, el hombre se postró ante la imagen de la reina de la noche, implorándole cualquier ayuda para el día de mañana. De rodillas ante el lago, el general vio el descenso de la luna y presenció un nuevo amanecer.

Ya sin esperanzas de que sus ruegos fueran escuchados, y con los primeros rayos de Sol quebrando la oscuridad, el general empezó a ver que el agua se movía. Y no era el viento, pues ni una sola de las hojas de los árboles tenía movimiento alguno. Del centro del lago, o tal vez de las más hondas profundidades, emergió una figura.

Hasta que no la tuvo cerca, no fue capaz de identificarla. La silueta de una mujer se le aparecía ante sí. Caminando por encima del agua, el ruego del general se acercó sin cesar aunque sin prisa. Delante del hombre, le agarró de las manos y lo hizo levantar. “Cree en ti. Confía en tus hombres” fueron las primeras palabras que le dijo. “Me has hecho bajar del cielo para infundirte confianza. Puedes ganar esta batalla”. Él no daba crédito a lo que veía y se frotó los ojos una y otra vez.

Ante sí, la presencia de una persona que solo había escuchado en los cuentos y en los cantares de gesta
pasadas. Los cabellos rubios de la mujer se convertían prácticamente en hilos de oro a medida que iban descendiendo en su larga cabellera. La mirada, tierna a la vez que dura, infundía la seguridad que parecía haber perdido con solo clavar los ojos en ella. Pese a su lunar origen, la bronceada piel de la joven parecía una ligera armadura natural, adornada con las diminutas piezas de ropa que cubrían parte de su cuerpo. Partes de cuero, combinadas en oro y rematadas por un collar plagado de esferas eran el resto de armamento que llevaba. Sin embargo, el rojo pasión de la pluma que colgaba del collar daba muestra de la fuerza de esa celestial aparición. Las piernas, prácticamente infinitas, le daban una altura que superaba al jefe del ejército, que se sentía muy pequeño a su lado. La definición muscular, cuando la mujer se irguió por completo denotaba una anatomía casi perfecta, tan solo vislumbrada en antiguas figuras de mármol que databan de tiempos inmemoriales.  Su voz dulce contrastaba con la fuerza que transmitían sus palabras. Empezó a caminar al lado del general hasta que los dos llegaron al campamento. Fue en ese instante en el que el comandante se dio cuenta que la princesa guerrera que le acompañaba solo era vista por sus ojos. 

Repitiendo lo que ella le decía, logró levantar el ánimo de las tropas hasta el punto que los soldados empezaron a creer en ellos mismos. Ya en el fragor de la batalla, el general cayó de su caballo. Fue entonces cuando, con todo perdido, el brazo de la princesa fue más guerrero que nunca y, tras parar un golpe, que iba para el hombre, con el cuero que estaba en su muñeca, levantó al comandante para llevarlo hasta su destino.

Consciente de lo logrado y tras desvanecerse la imagen que le había acompañado en los instantes más decisivos de su vida, el general ordenó levantar un templo en el lugar donde se ganó la batalla. Cuando le preguntaron en honor a quien, él solo dijo: “a la princesa guerrera” a la que describió, con todo lujo de detalles, para que tan bella a la vez que fuerte estampa quedara para siempre reflejada en donde le había salvado la vida. 

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