Acababa de probar el sabor de sus labios. Nunca me había
planteado a que sabían los sueños. Para mi, esa afirmación era tan banal como
plantearme a que saben las nubes, o que las ranas algún día pueden ser, en mi
caso, princesas. Sin embargo, aquellos tres segundos en que la tierra dejo de
girar, el viento no sopló y los astros se alinearon realmente supo a sueño.
Astérix y Obélix, cuando estaban en la isla de las
sacerdotisas del poder les dieron a probar néctar y ambrosía. Algo que les
dijeron que era manjar digno de los dioses del Olimpo, aquellos que podían
igualar superando los trabajos encargados por Julio César, como antes hiciera
Hércules.
Sin duda se equivocaban. Sin la soberbia de querer saber más
que los dioses ni de sus sirvientes en la tierra, afirmo que se equivocaban.
Porqué la condición humana, que tiene millares de defectos y probablemente
muchas menos virtudes, tiene una gran ventaja sobre los dioses. No lo podemos
tener todo.
Y, por lo tanto, la sensación de vivir un sueño es algo que
ellos nunca serán capaces de sentir, puesto que su poder les hace que no haya
sueños, si no retos. En cambio, nosotros soñamos y rara vez vemos cumplidos
nuestros deseos más ocultos tan solo liberados por la noche, con Morfeo jugando
con nuestro subconsciente.
Dicho esto, en esta vida todo el mundo debería tener derecho
a vivir un sueño, por pequeño y corto que fuera… pero al menos uno. Éste duró
apenas tres segundos, que fue lo que tardó en desaparecer el aire que había
entre sus labios y los míos y que volvió a aparecer. Tres segundo.
Obviamente, nunca más la volví a besar y a penas la vi
mientras se perdía por la calle caminando y girándose con una sonrisa pícara en
los labios. Pero puedo decir que, son esos momentos, los que te dejan sin
aliento los que hacen que la vida merezca la pena. Por qué si no es por estos
pequeños instantes no vivimos tan solo pasamos por la vida que no es
exactamente lo mismo, ¿sabes?
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