Parece extraño que en pleno deliro de muerte sea
capaz de recordar los momentos que me llevaron aquí, en esta bañera cada vez
más llena de plasma y plaquetas. No podía hacer otra cosa que sonreír
irónicamente. No sé los meses que han pasado desde ese día, tan solo que las
únicas visitas recibidas desde entonces han sido de administradores judiciales
y correos, en los que se me amenaza de desahucio. Hasta que llegó la
definitiva, con fecha y hora:
“El 18 de julio de 2.010, a las 12 del mediodía, procederemos al desalojo
del piso de su propiedad en beneficio de la ejecución del préstamo hipotecario
…”
De nada sirvió los intentos negociadores, mi
predisposición a buscar trabajo, mi deseo de ver a mis hijos, emigrados a
Francia desde el divorcio… No me quedaba nada en lo que seguir luchando.
Mis respiraciones eran cada vez más lentas,
empezaba a notar la debilidad y ya no era solo la vista la que no me respondía.
La fuerza de mi cuerpo desaparecía y los brazos cayeron por su propio peso
dentro de la bañera; no sentí dolor, mi cuerpo ya no conocía el significado de
esa palabra.
Plop, plop. Plop… Las últimas gotas de sangre que
sujetaban mi conciencia cayeron, se deslizaron por mi cuerpo, como el último
beso, la última caricia de una vida espumosamente burbujeante, hija de los
excesos de una loca sociedad. Una civilización de espirales autodestructivas la
que me tocó vivir, hija del capitalismo más voraz que no dudó en llevarse mi
vida por delante por un puñado de euros. Nadie me enseñó los límites de la
ambición ni el final de la burbuja, nadie me mostró ese camino hasta su
estallido más letal, el que destruyó mi castillo de arena que yo pensaba que
estaba hecho del más fuerte de los cementos…
Los encargados del desahucio vomitaron reiteradas
veces en ver el panorama que existía en lo que antaño fue un piso de lujo y no
pudieron contener el llanto en leer la carta, de pésima caligrafía, que aquella
víctima del cóctel formado por ignorancia y codicia les había dejado. La carta,
ya con manchas de sangre rezaba un mantra de pocas palabras: “Yo tengo la
culpa, pero vosotros la tenéis tanto o más que yo. No sois personas, sois
verdugos del siglo XXI. Os odiaré toda la eternidad”. Al día siguiente, los periódicos
solo reflejaron el suicidio de una persona aquejada por las deudas, sin ir más
allá de la vida de este pobre hombre.
Plop… La vida se desvaneció entre las paredes
blancas de esa bañera, llena de la sangre de los nuevos ricos, hijos de la
codicia y el dinero, amparados en el abrigo de la voracidad constructiva sin
escrúpulos, creadora de aquellos agujeros negros de falsa felicidad que acaban
por hacer desaparecer cualquier resquicio de la poca humanidad de quienes han
entrado a jugar en aquel tablero de un juego de incierto final, con la figura
de la muerte siempre pisándoles los talones.
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